lunes, 24 de febrero de 2014

Miedos y proyecciones en la crianza

Ilustración de Anthony Browne de Alice Adventures in Wonderland, 
extraído del Pinterest de la editorial Yekibud Yekinabud

Cuando era pequeña, cada vez que me subía a algún sitio (una silla, roca, lugar alto) mi padre me decía "no subas ahí, que te vas a caer", o algo similar. Cuando era adolescente, me dio las lecciones que consideró necesarias sobre la necesidad de no fiarme jamás de nadie. Me hizo creer que el mundo y las personas eran hostiles, y durante mucho tiempo me lo creí. Crecí siendo una niña miedosa, y cuando mis amigas empezaban a salir juntas al cine o a tomar algo por las tardes a los doce o trece años, yo las solía invitar a mi casa y me costaba horrores salir de mi espacio de seguridad, llegando a sentirme protegida únicamente en ese espacio seguro y claustrofóbico que mis padres habían fabricado para mí.

Lo cierto es que en el entorno en el que crecí había mucha agresión. A veces era física, a veces verbal y a veces sexual. Era parte de la orden del día, y en muchísimas ocasiones esta violencia estaba normalizada. Pero lo que mis padres no me explicaron era que esas agresiones no venían necesariamente de extraños y se producían también en los lugares aparentemente seguros: la escuela, los autobuses diurnos, el grupo de amigos de los veranos, el mismo barrio en el que vivía...

Al ser madre ahora veo que no quiero proyectar en mi hija los miedos que mis padres proyectaron sobre mí, haciéndome, sin quererlo, más débil y por tanto más expuesta. Sabiendo que en el mundo hay de todo, belleza, violencia, falsedad, armonía, quisiera que mi hija tuviera una visión más global de la situación pero fuera capaz de enfrentar la vida sin miedo.

Estas palabras previas en cursiva son las palabras anónimas de alguien que ha escrito a Sundara para tratar este tema y que reproduzco sin dar su nombre respetando su deseo personal.

Y me permito, de acuerdo con esta persona, el hacer una breve reflexión sobre el miedo y las proyecciones en la crianza.

El miedo es una emoción perturbadora bastante básica, por decirlo de alguna manera, y tremendamente presente en nuestras vidas a diario. Si analizáramos todo el volumen de pensamientos que tenemos cada día, nos sorprenderíamos al ver cuántos de ellos están gobernados por él.

Con nuestras hijas e hijos, esos seres que más queremos, el miedo se nos multiplica. Tenemos miedo de que caigan enfermos, miedo a que les pase algo, miedo a que sufran, miedo a que no tengan amigos, miedo a que se sientan excluidos por su manera de ser, miedo a que les insulten o les acosen, miedo a que no aprendan, miedo a que no se sientan motivados, miedo a que suspendan, a que no lleguen a la universidad, a que no saquen partido de sus capacidades, a que no sean felices, a que estén deprimidos, a que tomen drogas, a que se dejen influenciar por otros... y un larguísimo e inacabable etcétera de miedos. 

Si miramos cada uno de estos miedos listados antes, nos damos cuenta de que todos ellos son experiencias de la vida que muchos de nosotros, o todos, hemos tenido. Son experiencias de dolor que nos gustaría poder evitar a nuestros hijos. Pero no nos damos cuenta de que, evitando el dolor y la experiencia que tenemos de él, estamos limitando la experiencia de la vida en su totalidad. Esto significa que el miedo a la experiencia dolorosa es una limitación considerable que genera en la mente  el deseo del placer pero lucha por evitar lo inevitable (el sufrimiento humano), algo imposible. Esta mirada es reduccionista y rígida, y a su vez genera más dolor a través de la lucha contra la experiencia inherente a la condición humana. La experiencia, sin más, engloba tanto el placer como el dolor, y es inevitable en esta vida. Tratar de evitar el dolor a nuestros hijos sería protegerles y cortarles, artificialmente, su aprendizaje sobre el mundo y la realidad.

¿Podemos como padres dejar de sentir miedo? Ni podemos, ni debemos. Es decir, podemos sentir lo que sentimos. Podemos sentir el miedo y reconocerlo, pero también podemos tratar de mirarlo, poner distancia y soltarlo para no transmitirlo a nuestros hijos. Podemos acompañarles en su proceso, podemos darles nuestro empuje, pero debemos dejar que vivan su vida. Y que vivan sus propios miedos y los enfrenten. Puede resultar doloroso ver esto y permitirlo pero... ¿quiénes somos nosotros para cortarles las posibilidades y los grandes hechos de la gran aventura que implica ser humanos?






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